Hace miles de años, alguien entró en la oscuridad de una cueva cántabra y encendió una antorcha. Lo que dejó tras de sí no fue solo fuego, sino arte. Hoy las llamamos «Cuevas de Altamira», pero en realidad es la primera gran galería de la humanidad: un lugar donde los bisontes siguen corriendo, aunque estén pintados en piedra.

Cuevas de Altamira: Un hallazgo que cambió la historia del arte
La historia de las Cuevas de Altamira no comienza con arqueólogos prestigiosos ni con museos de renombre, sino con un cazador. En 1868, Modesto Cubillas, un vecino de Santillana del Mar, se topó con la entrada de una cueva mientras perseguía a su perro. Aquella cavidad quedó en el recuerdo, pero no despertó demasiado interés en aquel momento: era solo una más entre tantas cuevas cántabras.

Todo cambió unos años después gracias a Marcelino Sanz de Sautuola, un abogado de Santander con una gran afición por la arqueología y la paleontología. Sautuola había viajado a la Exposición Universal de París de 1878, donde vio herramientas prehistóricas y fósiles que le inspiraron a investigar en su propia tierra. Al regresar, recordó la cueva descubierta por Cubillas y decidió explorarla con calma.
¡Papá, mira, bueyes pintados!
María (hija de Marcelino Sanz de Sautuola)

En 1879, acompañado por su hija de ocho años, María, se internó en la cueva. Fue ella, y no él, quien se llevó el mérito del hallazgo: levantó la vista y exclamó con inocencia: “¡Papá, mira, bueyes pintados!”. Eran en realidad bisontes, pintados en tonos rojizos y negros sobre el techo, con una naturalidad y un realismo que parecían imposibles para la época.

El escepticismo de la comunidad científica
Sautuola comprendió de inmediato la importancia de lo que habían encontrado y publicó en 1880 un estudio titulado “Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander”. En él defendía que aquellas pinturas eran obra de los hombres del Paleolítico Superior, con una antigüedad de miles de años.

El problema es que sus contemporáneos no estaban preparados para aceptar una idea así. Muchos arqueólogos europeos pensaban que el hombre prehistórico carecía de la capacidad intelectual o artística para realizar semejantes obras. Algunos llegaron a acusar a Sautuola de fraude, insinuando que las pinturas eran recientes o que habían sido “colocadas” para exagerar la importancia del hallazgo.

El desprestigio fue tal que incluso en España muchos dieron la espalda a Sautuola. Tristemente, murió en 1888 sin haber visto reconocido el valor de Altamira.

El reconocimiento tardío
Hubo que esperar a la década de 1890 para que la situación cambiara. En Francia, en cuevas como La Mouthe o Les Combarelles, se empezaron a encontrar pinturas similares. La evidencia ya era abrumadora: el hombre prehistórico sí había sido un artista.

En 1902, el arqueólogo francés Émile Cartailhac, uno de los que más había criticado a Sautuola, publicó un famoso artículo titulado “Mea culpa d’un sceptique” en el que reconocía públicamente su error y reivindicaba la autenticidad de Altamira. Era el espaldarazo que faltaba: las Cuevas de Altamira se convertían, de la noche a la mañana, en un icono mundial del arte paleolítico.

El tesoro del techo policromado
Lo que hace únicas a las pinturas de Altamira no es solo su antigüedad (datadas en torno a los 14.000–20.000 años), sino su técnica. Los artistas usaron pigmentos de óxido de hierro y carbón, y aprovecharon los relieves naturales de la roca para dar volumen a las figuras. El resultado es un conjunto de bisontes, caballos, ciervos y manos que parecen moverse a la luz cambiante de una antorcha.


Por todo ello, el techo policromado ha sido llamado la “Capilla Sixtina del Paleolítico”. No porque se parezca en estilo, sino porque representa la cima de una forma de arte en su tiempo.
Después de Altamira, todo es decadencia.
Pablo Picasso (1.990)

Del apogeo turístico al cierre de la cueva
Durante el siglo XX, Altamira se convirtió en un imán para visitantes. Científicos, artistas y turistas de todo el mundo acudían a contemplar sus pinturas. Pero ese éxito tuvo un precio: la humedad, el calor corporal y el CO₂ de los turistas creaban un microclima que empezaron a dañar gravemente las pinturas.

En 1977 la cueva cerró por primera vez, y tras varios intentos de reapertura con acceso limitado, en 2002 se tomó la decisión definitiva: cerrarla al público para garantizar su preservación. Hoy, solo unos poquísimos afortunados, escogidos por sorteo dentro de un programa experimental, han podido entrar en la cueva original.

La Neocueva: un segundo nacimiento
La clausura de la cueva original no significó el fin de la experiencia. En el Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, situado junto a la entrada original, se creó la Neocueva, una reproducción exacta del techo y de parte de las galerías. El trabajo fue minucioso: artesanos, pintores y especialistas en arqueología trabajaron durante años para lograr que la copia reprodujera fielmente el relieve, los pigmentos y la atmósfera del lugar.

Hoy, la Neocueva es el modo más cercano de experimentar lo que vio María en 1879. Al caminar bajo su techo, con la iluminación tenue y las figuras en movimiento, se tiene la extraña sensación de retroceder miles de años y compartir un espacio común con los primeros artistas de la humanidad.

Una parada imprescindible en Cantabria
Si planeas una ruta por Cantabria, como la que hicimios nosotros, la visita a Altamira y su Neocueva es obligatoria. Está a las afueras de Santillana del Mar, uno de los pueblos más bonitos de España, así que el plan es redondo: arte prehistórico por la mañana, paseo por calles empedradas por la tarde.

Y sí, aunque no entres en la cueva original, la experiencia no decepciona. Es más, sales con la extraña certeza de haber compartido un rato con aquellos artistas que, hace miles de años, decidieron dejar un mensaje en la roca. Un mensaje que sigue hablándonos hoy.
